Diría que el comienzo del éxito de la vacuna del coronavirus anunciada por Pfizer se sitúa en 2011. Ese año, el gigante farmacéutico firmó un acuerdo con el Massachusetts Institute of Technology (MIT) para ocupar más de 55.000 metros cuadrados en un nuevo edificio en construcción en el área de Kendall Square. Se convertía así en la segunda biofarmacéutica en volumen de empleados en el campus de la prestigiosa universidad norteamericana, con 400 trabajadores en un primer momento, número que se ha ido incrementando hasta los alrededor de 2.000 que se estima que tiene en la actualidad.
«Tenemos la intención de fomentar colaboraciones productivas formales e informales entre nuestros expertos en descubrimiento de fármacos y los científicos destacados de las instituciones de clase mundial de Cambridge», declaró el entonces vicepresidente de Pfizer, Rod MacKenzie. No había sido una decisión fácil la de desplazar una parte importante de la división de I+D a una universidad. Hoy es una tendencia en auge, como pude comprobar en persona el año pasado en el MIT, y como corroboran los datos de descenso de inversión de las grandes compañías en infraestructuras propias.
Lo que era un paso arriesgado, hoy adquiere la forma de rascacielos de oficinas por todo Kendall Square. Edificios en cuyo hall de entrada puedes ver, tras mamparas de cristal, a científicos trabajando en laboratorios dotados de equipos de primer nivel. Bloques ocupados por empresas a través de cuyas ventanas observas el movimiento de batas blancas. Están allí porque allí ocurren cosas.
Hay una especie de aspiración, clave en el éxito de Pfizer, que nunca logrará hacer realidad la revolución digital, pero a la que todo se encamina con determinación febril («la única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco más allá, hacia lo imposible», reza la segunda ley de Arthur C. Clarke): conseguir que el mundo físico se mueva a la velocidad de la información. Algo materialmente irrealizable, pero que nos invita a resaltar una de las variables de la ecuación, la de la velocidad.
En el reciente evento BIO Digital 2020, que reunió a los actores más importantes del ámbito de la biotecnología y la farmacia, el CEO de Eli Lilly, Dave Ricks, declaró que «el tiempo es la nueva moneda de nuestra industria. La escala de tiempo ha sido totalmente destrozada, cualquier cosa que cueste más de cinco meses supone no haber logrado ser tan buenos como podemos ser».
Y el CBO de Pfizer, John Young, apostilló que la prioridad para su empresa es la velocidad de respuesta, pero también trabaja activamente en resolver un asunto crítico, el precio. Las dos lecciones del éxito de la primera gran biofarmacéutica capaz de anunciar la vacuna contra el coronavirus son, por consiguiente, que la innovación en la era digital se hace de puertas para afuera (es imperativo estar en o ser el lugar donde ocurren cosas), que debes trabajar con los mejores, ya sean universidades, startups o pymes; y que el factor velocidad ya no es circunstancial, sino nuclear. En un mundo de ciclos de producción cada vez más cortos y tecnologías cada vez más rápidas, seas león o gacela, tenía razón Friedman, ¡corre!
Eugenio Mallol es director de INNOVADORES